OPINIÓN
La democracia mexicana se encuentra en un punto de inflexión. En un país marcado por la desigualdad, la polarización política y la desconfianza ciudadana hacia las instituciones, hablar de democracia no es un ejercicio retórico, es una urgencia nacional.
Es importante subrayar que la democracia no se reduce a la celebración periódica de elecciones, también se trata de garantizar que las reglas del juego sean equitativas, transparentes y legítimas, y que la pluralidad política se traduzca en inclusión social. Como bien lo apuntaba Norberto Bobbio en El futuro de la democracia, este régimen no se define únicamente por la existencia de elecciones libres, sino por la vigencia de los derechos y garantías que hacen posible una participación efectiva.

La historia reciente de México muestra una larga marcha hacia la democracia. Desde la reforma política de 1977, que abrió espacios a la oposición, hasta la alternancia presidencial del año 2000, el país transitó de un sistema de partido hegemónico hacia una democracia electoral competitiva. Este proceso fue una transición marcada por pactos, acuerdos y reformas graduales que transformaron al Estado y a sus instituciones, según José Woldenberg.
En este recorrido, destacan reformas clave. En 1990, con la creación del Instituto Federal Electoral (IFE), antecedente del actual INE; en 1996, con la ciudadanización de sus órganos de dirección; en 2007, con nuevas reglas de acceso a medios; y en 2014, con la transformación del IFE en INE, ampliando su autoridad al ámbito local.
Ahora bien, el avance democrático de las últimas cuatro décadas no puede explicarse sin la irrupción de la izquierda como fuerza política y social. La ruptura encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas en 1987 con la Corriente Democrática, seguida de la creación del Frente Democrático Nacional y posteriormente del Partido de la Revolución Democrática (PRD) en 1989, marcó un parteaguas en la historia política nacional.
Además, la izquierda introdujo debates y conquistas fundamentales como la representación proporcional, que equilibró un Congreso históricamente dominado por mayorías artificiales, y colocó en la arena electoral las demandas sociales de campesinos, pueblos indígenas y sectores urbanos marginados. Con ello, la izquierda no solo abrió cauces institucionales, sino que también amplió la inclusión política y social, obligando al sistema a reconocer voces históricamente excluidas.
La llegada de un partido de izquierda al poder en 2018 representó una oportunidad para fortalecer la institucionalidad democrática en México. No obstante, también trajo nuevos desafíos, como la discusión sobre las reglas del juego electoral y la representación, así como el necesario replanteamiento del financiamiento de los partidos, los procesos de fiscalización y la estructura del INE.
Si bien, las reformas lograron abrir espacios de competencia y garantizar la alternancia, no hemos resuelto la desafección ciudadana ni la violencia que amenaza a candidatos y electores. El financiamiento opaco y la penetración del crimen organizado en procesos locales muestran que la democracia mexicana aún carece de condiciones plenas de equidad y seguridad.
En este sentido, propuestas como tipificar la intervención del crimen organizado como delito electoral y anular comicios donde existan pruebas de coacción del voto serían pasos indispensables para blindar el sistema. Igualmente, los actos anticipados de campaña requieren lineamientos más claros para no desgastar la confianza ciudadana en la legalidad de las elecciones.
Hoy, la responsabilidad de la izquierda en el poder es doble, por un lado, demostrar que puede gobernar sin socavar las instituciones democráticas; por otro, garantizar que las reformas no se conviertan en instrumentos de hegemonía. No se trata solo de ajustar leyes o procedimientos, pero, sobre todo, no hay que perder de vista que los sistemas electorales deben evaluarse no solo por su costo, sino también por su capacidad de generar confianza y estabilidad política, tal como lo han señalado Dieter Nohlen y otros politólogos.
Más allá de defender instituciones, debemos fortalecer su legitimidad social. La prosperidad compartida, la inclusión política y la justicia social son elementos inseparables de una democracia sólida. Sin equidad, no hay estabilidad; sin participación real, no hay democracia.
La democracia en México debe ser defendida y perfeccionada todos los días. Y en ese esfuerzo, la izquierda está llamada a ser no solo gobierno, sino garante de un sistema político incluyente, plural y justo, capaz de construir cohesión social y garantizar un proyecto de nación verdaderamente democrático.